A JJ Pérez Alemán llegó un cargamento de incertidumbre
Toda clase de rumores prosperaron en una cola para comprar productos de línea blanca ante el hermetismo del almacén y los militares
Salvador Passalacqua
@spassalacqua
El sol da sobre una ringlera de pequeños techos de cartón. Las mujeres protegen sus cabezas y las de sus hijos con cajas que ha desechado el almacén JJ Pérez Alemán. El único techo que se mueve es el de Vidaline Guzmán. Camina hacia el portón de entrada sosteniendo la caja desmembrada con las dos manos, como si la brisa, casi imperceptible, realmente pudiera llevársela. Las demás permanecen con las piernas extendidas en el suelo, al borde de la avenida Intercomunal Jorge Rodríguez.
"Disculpe, hija, ¿qué fue lo que llegó?", pregunta Vidaline a una funcionaria de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), de apellido Sánchez y de labios rojos. No la escucha. El pito de un autobús que remonta el crucero de Lechería las ensordece. "Que que llegó...", repite. "Mire, señora, usted está haciendo la cola porque quiere. La empresa no ha dicho ni siquiera qué va a vender. A lo mejor venden televisores viejos, de los años sesenta. ¿Le gustaría uno así?", contesta a otra curiosa, y todos los que esperan su turno para interrogarla asimilan el regaño y callan. La unión cívico-militar de estos tiempos privilegia las voces de mando y las palmadas frente las multitudes silenciosas.
Buena parte del grupo de 50 personas a las que permitieron entrar al estacionamiento pernoctaron en la avenida. Quedaron centenares en una cola externa similar a la del supermercado Unicasa del centro comercial Plaza Mayor, razón por la que detuvieron de su gerente el lunes pasado. No hubo fiscalización sorpresa de la Superintendencia de Precios Justos. Tampoco otro Dakazo. Empleados del almacén JJ Pérez Alemán corrieron el rumor de que venderían productos de línea blanca importados con dólares a 6,30. Y así fue.
"Estamos haciendo esta cola bajo pésimas condiciones. Una muchacha casi se desmaya ¿Meterán preso al gerente?", se plantea Yirma Bravo. Lo hace entre los dientes, cuidándose de los nueve guardias nacionales que vigilan la formación de los civiles. Se mira el reloj. Son las 9:50 de la mañana y hace 15 minutos era la última. "Manita, ya no hay chance. Ya recogieron todas las cédulas", le anuncia una vecina que tuvo suerte con los militares. La retención del documento de identidad se aplica como mecanismo de control de ventas en cada lugar que rondan los castrenses.
A la salida de Yirma, el carpintero Feliciano Rodríguez avanza tres pasos. "Yo me quedo. Conozco gente de adentro y me dicen que lo único malo es que no aceptan efectivo. Menos mal que tengo tarjeta de crédito", se alivia. Los que alcanzan a oír la traba del dinero plástico, deciden abortar la espera.
El mediodía y el atasco ahora ambientan la cola. Los conductores esquivan a vendedores de chicha y papelón con limón. Arranca una camioneta pick up blanca con cuatro lavadoras secadoras. Sale un cliente satisfecho, ataviado como santero, con la cara roja por el peso de un televisor marca LG. El desengaño toma cuerpo. Más de uno esperaba aires acondicionados. "Mejor váyase. Aquí ya no hay números", recomienda un joven guardia. Otra de las tantas cosas que no se dicen es si volverán a vender mañana.