Cómo paralizar todo un centro comercial
Las colas para adquirir productos básicos generan ausentismo laboral, una realidad que choca con el mito de las multitudes revendedoras
Salvador Passalacqua
@spassalacqua
Pasa lo mismo que cuando cae una miga de pan al agua y aparece de repente un cardumen a tratar de comerla. El centro comercial Vistamar, el corazón de la anarquía vial de la zona norte de Anzoátegui, entra en pausa cada vez que los proveedores descargan productos básicos en una franquicia del hogar y un abasto regentado por asiáticos. Los trabajadores del edificio abandonan sus puestos para hacer colas discretas que abarrotan el estacionamiento trasero.
Es viernes. Acaba de llegar mantequilla y papel higiénico. No bien arriman las pilas de rollos blancos, se forma una fila que da la vuelta a la planta baja. La Beba comenzó el día sin clientes, así que se une al gentío. “La encargada sí es muy flexible. Nosotras bajamos de dos en dos. Subimos, secamos un mechón, pasamos el secador a otra y así”, describe. Las jornadas de la peluquería en la que trabaja se ven interrumpidas con frecuencia. “Aquí se han dado sus buenas cachetadas. Se forma pelea cada vez que guardamos los puestos a otras compañeras, pero nadie protesta si adelante se colean cinco”.
La Beba, anecdotario viviente, ameniza la espera de sus dos compañeros mientras se oye el abrir y cerrar de las puertas de peluquerías vecinas, distribuidoras, consultorios de medicina tradicional y holística, centros de estética y restaurantes con menús ejecutivos. En la cola se reconocen. “A ella, la que viene ahí, le pasó que le hizo el favor a otra muchacha de comprarle suavizante y ahora tiene que esperar una semana para volver a comprar, si es que llega”, cuenta.
Peor le ocurrió a Maribel, manicurista, guardiana de los puestos de las lavacabezas. Anoche llegó a su casa preguntándole a su marido cuándo fue la última vez que la vio entrar con mayonesa, porque ella no lo recuerda, pero sabe que fue hace poco. “Él no supo decirme, pero vine al comercio y reclamé que ya había pasado una semana y no me dejaron comprar otra vez. Me dijeron que ahora hay que esperar 10 días”. Y va de desventura en desventura con cada permiso que pide a su jefe. Una vez perdió tres horas por un borrón en su cédula de identidad. Se negaron a venderle detergente en polvo.
Angelo, odontólogo, prefiere bajar cuando se acerca el mediodía para no malgastar las horas laborables: “Igual afecta el trabajo porque pasamos aquí el tiempo libre que deberíamos invertir en almorzar y descansar. Luego regresamos cansados”. Cuando no, se decanta por turnarse con los asistentes de la clínica.
No han anunciado aún cuántas unidades de papel y mantequilla venderán por persona. El vigilante del centro comercial atraviesa la fila a paso lento con su cédula en la mano. Se decidió a comprar. Su rutina consiste en verificar qué productos descargaron, llamar a su esposa para saber si los necesita y comprobar que todo esté en orden a su alrededor antes de hacer la cola. Los dramas de Vistamar se repiten en cada supermercado y abasto estatal con oficinas y negocios en sus alrededores. Los trabajadores ausentes desafían la intensa propaganda que generaliza y acusa a multitudes revendedoras y que, indudablemente, se ajusta al principio de la mentira repetida mil veces.